El 9 solía ser mi número favorito. Desde el colegio, donde mi apellido solía ocupar ese lugar en la lista de clase y también desde que El Niño lo llevara después a la espalda. Me gustaba pensar que todo lo que llevara el 9 sería para bien. Hasta este año.
No ha sido el año. No tan duro como aquel, afortunadamente. Ni tan memorable como algunos anteriores a éste. 2019 no ha sacado ni el confeti ni la traca fin de fiestas. Y mira que hemos perreado lo más grande estos meses. No ha habido cambios, o quizás sí. Aparentemente todo sigue como está. Con los de siempre y con alguno que se ha marchado. Con las dudas, el aguante, el no me queda otra y los y si. Las llamadas a mi madre cada día al salir del curro, la Navidad con ellas y los whatsapps cuando todo cierra. La vida en el bordillo de la piscina, septiembre y la del medio de los chicos. Un poco lo de siempre.
Pero por otro lado, ha sido el año de las primeras veces. En esta segunda mayoría de edad me robaron el móvil, aprendí a hacer la maleta en una hora y a maquillarme con brocha. Cogí muchos taxis, me pasé al Cola Cao sano y volví a Andalucía (varias veces). El 1 de enero no tuve resaca, me lié con un tío que no me gustaba y pedí el Insta a otro que me lo negó. Fui al cine más que nunca en años y repetí dos veces sola. En una de esas, lloré viendo un parto. Quité la hora de conexión de Whatsapp e hice mi primera venta en Wallapop. Zara cambió el color de sus bolsas y se retiró Fernando Torres. Hablé en sueños, me apunté al gym y leí un libro por segunda vez. Desayuné sola en un bar de taxistas dos veces de madrugada y vi ‘Friends’.
A los de mi zona nos enseñan desde parvulitos que el año empieza y acaba a principios de octubre. Ahora con los 30+1 recién cumplidos no tengo yo ganas de nadar en dirección contraria.
Soplo las velas y feliz año.