Lo primero que pienso cuando me dicen o me entero que fulanito y menganita lo han dejado es en cuántas fotos de boda salen juntos. Pongo los cumpleaños, los conciertos, las fiestas o los viajes en un segundo plano y me centro en las bodas. Para mí las bodas son algo así como la decisión del César en el circo romano. Tienen el poder de saber si la cosa va pa’ lante o se viene una crisis de los 30, los 40 o la rayada de turno por no querer dar pasos en falso. Esto, como todo, son teorías y no verdades absolutas, pero es cierto que cuando una pareja se rompe, muchas fotos también lo hacen.
Hilando fino, esto me recuerda a otra historia vivida hace unos 15 años –se dice pronto- cuando una amiga lo dejó con su novio. Esos novios de coches de choque y de besos en portales. Vino cargada con álbumes de fotos y negativos varios anunciando que estaba decidida a deshacerse de ese incordio de selfies con cámara analógica. Recuerdo que yo fui la única de todo el grupo de amigas que le dijo: “yo me quedo las fotos”. Porque las fotos ni se rompen ni se tiran. Se guardan en ese último cajón de escritorio de Bachillerato o en el trastero de la casa donde dormías todas los días de la semana.
Ante la necesidad que tenemos de mostrarlo y contarlo todo a través de la pantalla del móvil, confieso que cuando me despierto un sábado por la mañana y miro qué subir al feed y no tengo absolutamente nada de la noche anterior significa que todo ha ido bien. Más que bien. Si no hay rastro de fotos en la galería es que no te lo has podido pasar mejor.
Así que, como dice un buen amigo y sabio a la vez: “no te pongas en las fotos de boda”. No poses. Sólo ve, baila, cierra la barra libre y llévate a casa la carta del menú si te apetece. Pero salte fuera del plano cuando alguien vaya a disparar para no pensar que la asistencia a esa boda fue un carrete velado. Hazte caso.