Este fin de semana ha pasado algo que dudo si alguna vez ha llegado a pasarme. Me levanté un lunes por la mañana y no tenía leche. Ese lunes, ese primer lunes entraba a trabajar una hora antes y no podía parar por el Super a comprar un brick de leche de avena. Desayuné un té, porque no soy de cafés, y se vino la rayada.

Se es como una madre es. En mi casa nunca hemos tenido que ir a pedir sal, huevos o hilo de coser a la vecina. No por nada sino porque el agobio de mi madre reinaba en la despensa. Qué carajo, en presente. Si va a cocinar y echa mano de algo y no tiene, la cosa pinta en bastos. En mi casa no hemos tenido nunca que coger un Kleenex para limpiarnos el culo. Qué le vamos a hacer.

Ese mismo día le narré a un amigo lo que me pasó con la leche (qué Albert Rivera todo) y su moraleja fue que, sin duda, estaba siendo algo premonitorio. ¿De qué? No lo sabemos, pero está fermentando. Se empeñan en contarnos que los 30 son esto y aquello. Y ya sabemos que las resacas nos duran dos días pero el caso es que si se sale como se entra, estamos entrando en una dinámica en la que si Ana Pastor decide hacer un Dónde Estabas en el 2020 creo que podré acordarme. Y no porque tenga el apodo de ‘Doña fechas’. Es que están pasando cosas.

No te pega hacer esas cosas. Eso me dicen. Al igual que no me pega el amor. Ni ir al Mad Cool porque va él. Ni tener novio. Ni levantar un teléfono a las 6 de la mañana. Ni dar abrazos. Ni hacer deporte. Ni decir guapo a la cara. Ni ver Star Wars por deferencia. Cosas que no (me) pegan ni con Super Glue. Pero es que esta asignatura es optativa y no troncal. Y estoy haciendo como hice en la facultad: dejarme algunas en el último año para seguir estirando el chicle. Y ojalá se pegue a la suela de las botas para no perderme nada.

El martes decidí hacer pasta para comer. Abrí el mueble de la cocina y no tenía tomate en mi balda. Si sucede una tercera vez puede que ya pegue con pegamento de barra. Veremos.