Comprendí esto una noche hace ya bastantes años. Yo no vivía allí. Regresé a la casa de siempre en vez de irme un verano a Nueva York a pensar qué hacer con mi vida. Me tocó volver. Algo que ahora me resulta bastante familiar. Pero con la facilidad que existe en poner un pie en Madrid, fui a pasar un fin de semana. Recuerdo estar donde solíamos estar casi siempre –antes de la llegada del virus- pidiendo copas y sin parar de bailar. En una de esas, me vi haciendo lo que hacía con mis amigos, salvo que ahora no estaban. Me habían dejado sola.
No lloré. Y qué raro, porque iba con una castaña hasta no poder más. Había pasado un año desde que dejé el piso en el que vivíamos una de mis mejores amigas y yo. Un pisazo. Donde ocurrieron cosas importantes y donde jamás sucedieron otras. Salí de allí subiendo las interminables escaleras e inicié la ruta de vuelta a casa. A mi casa que ya era mi ex casa. Andando hasta Alonso, esperar el búho y picar en Juan Bravo esquina con Alcántara. Hice el camino a ciegas, como todo lo que se hace cuando hay confianza y seguridad. Pero me bajé del autobús y sentí como cuando esperabas a tu madre a la salida del colegio y veías cómo los niños salían en tropel y a por ti no acudía nadie. Sabías que estabas en un lugar seguro, pero joder, cuánto tardaban en recogerme aquella tarde.
Pues eso mismo. Sentir que conoces cada rincón de la ciudad, pero sin tener las llaves para poder entrar y salir cuando te apetezca por mucho que lleves en el bolso las de la casa de tu amigo donde te quedas a dormir.
Este fin de semana he vuelto. A verla. Cómo sigue y cómo está cambiando por las circunstancias en las que nos encontramos. Y hay miedo. Muchos miedos. Miedo a que todo esté como siempre y me lo tengan que contar.
Ha hecho algo de daño volver esta vez. No hay heridas, pero sí un rasguño. Esos que se curan por fuera porque la infección no ha llegado tan dentro. Y ese es el mayor temor. El quedarse fuera. De coñas, de nuevos amigos de amigos, de motes, de historias, de líos, de deslíos y de los “te acuerdas”. Porque como en la vida, al igual que en el mus, hay que verse las caras para no perder la partida.
El miedo a volver a hacer el camino de vuelta a casa con los ojos cerrados siempre va a estar ahí. Porque ya se sabe, vivir es fácil con los ojos cerrados. Gracias, una vez más, Trueba.