La vida son heridas

El umbral del dolor. Esa “intensidad mínima de un estímulo que despierta la sensación de dolor”. Cada ser humano soporta esa sensación dentro de unos baremos diferentes. Y también dentro de unos bares que se han convertido en nuestras magulladuras de cada noche.

Pero a lo que vamos. Imagina una herida. Un corte limpio. Superficial. Una rojez que ya sobrepasa la vergüenza. Una fina línea que se desagarra cuando (te) abres y se cierra sólo cuando llamas a ese botiquín de emergencia. La vida son heridas. En plural. Conjugando mal el verbo. Conjugando mal la vida. Pero en esas estamos. En esperar a que se haga costra y caiga por su propio peso. Pero no, resulta que no eres de esas. Estás deseando que se forme para arrancarla más de una vez, aun sabiendo que su marca te durará al menos unos años. Luego será ya una huella (más) del pasado.

Sin embargo, tú eres de los que te pinchan y no sangras y otras acaban sangrando por ti. Las tiritas empapan pero no secan la herida y con un ronroneo feliz todo sale a borbotones. De los malos momentos aparecen oportunidades (aunque en ese momento no lo veamos). La oportunidad de que esta vez, la herida cicatrice sola.

Costras de la vida…