bares de madrid

Donde quedaba contigo y no hacía nada de frío. Pues ahora vivimos con el miedo de no poder hacerlo más o de hacerlo una vez más, sin saber que es (o ha sido) la última. La noticia saltaba hace una semana. Nuestro bar y templo de Madrid está en venta. Allí donde (no) matamos el tempo, porque estar o bajar al bar nunca es una pérdida de ello, se vende. No sé cuántas barras han cerrado ya en Madrid desde que llegué en 2006 y se han convertido en un trampantojo de lo que un día fue y me cansa. Porque, aunque se conviertan en un espacio más cool, yo sigo mentalmente rascando con una espátula para abrazar las paredes carcomidas o la mugre apelmazada en la barra. Y eso duele, Madrid. Porque rascar y rascar todo es empezar.

Al hilo de este precierre –que ojalá no sea- me acordé de que hace mil años solíamos quedar los últimos días de clase única y exclusivamente para tomar cañas y despedirnos todos. Nos acabábamos de ver esa mañana o el día anterior, nos íbamos a casa y quedábamos por la tarde para decir “adiós, Feliz Navidad. Nos vemos en unas semanas en la facu”. Quedábamos para pedirnos unos dobles y comer tapas grasientas gratis. Cuando tienes 20, todo parece más normal de lo que es. Y ahora, en casi la mitad de los 30, sucede al contrario. Todo lo normal es nostálgico y esas quedadas lo eran.

Tirando más del hilo, me acordé de uno de esos adioses navideños en La Blanca Paloma de Malasaña (también cerrado hoy) y de las cenas navideñas en el salón del Boñar de León, donde cenábamos bandejas enteras de paella sobrante del mediodía sin morir en el acto. Y de las jarras del Pequeños Placeres, de los minis del San Mateo y de El Nike, del bar de Chueca con los vasos con sabor a Fairy y no sigo porque, al menos, los bares son como los clavos y uno saca a otro, pero joder cómo cuesta sacarlos.