Los de los cumpleaños y la Navidad son la misma persona. Lo creo. No sé cuál es el tipo de confeti con el que tienes que haber nacido para que ames estas dos festividades. Yo debo acumular serrín en el cerebro porque ni una ni otra. Donde fueres, haz lo que vieres. Supongo que aquí está la miga del asunto. Si hasta las agujetas eran de color de rosa y acumulas Navidades sin que te falte nadie y sin atisbo de incertidumbres, ¿cómo no te va a gustar diciembre? Y, desde luego, celebrar el qué bien tan mal, no es mi caso. Pero oye, me lo tomo como unas vacaciones con frío.
No sé qué día ni qué año supe que no era del team de la Navidad jubilosa. Mi abuelo era panadero. Sus dos únicos días de libranza en el año eran el 25 de diciembre y el 1 de enero. ¿Tremendo eh? Ni una suplencia, ni días de asuntos propios, ni los veintidós días de vacaciones. La rutina era su vida sin distinción de domingos o de fiestas de guardar. Por eso, en días como estos: “Por mí, cenaba un vaso de leche y a acostar”. Eso sí, echándose un cigarro a escondidas seguro.
El otro día me preguntaban mis amigas desde qué año no ceno huevos fritos la última noche del año. He pasado tantos años de mi vida cenando esto y viendo cómo mi abuelo se acostaba a las diez de la noche, aún no teniendo que poner las calles para ir a trabajar, que he olvidado cuál fue el año de la campanada en el que en mi casa se dejó de freír la Santísima Trinidad (huevos, patatas y chorizo). Supongo que sería cuando empecé a salir de cotillón. Al final, el sentido de pertenencia a la masa cuando eres, sobre todo, adolescente está por encima del bien y del mal. Hace poco escuchaba decir a Mr. Catering que, en sus primeros años de NBA, no celebraban Thanksgiving en casa, pero acabaron haciéndolo porque a sus hijos les preguntaban en el colegio cómo habían celebrado ese día y sabemos que sentirse raro o diferente, en este mundo, no mola nada. Pues eso.
Y en esas ando a estas alturas de las canas con las uvas. Nunca me las he comido. Ni tampoco he sido chaquetera y he coqueteado con mandarinas, lacasitos, chucherías…Salvo una vez en la que, de verdad, me creí que sí me comía algo, mi suerte o la mejora de los míos iba a cambiar por ese simple hecho. Nunca más. Todo lo bueno y malo se hereda, como los miedos o la genética. En mi casa, las uvas se cogían de la parra del patio y no el 31.
Pero no hemos venido aquí a dar pena y todo el respect del mundo a los que se darían a la caza de los Grinch de la Navidad. Si hay “niños, niños, futuro, futuro” es normal hacer lo que se debe hacer. Hasta yo lo haría y lo defiendo. Y si santificas estas Fiestas como la pizza con piña, ¿quién soy yo para rechistar?
Eso sí, creo que me he ganado el derecho y el deber, para con los haters, de crear una nueva fórmula vital de cierre de año. Si Seth Cohen inventó la Navidukkah, yo me acabo de inventar la Mehvidad. ¿Por qué no?