Resulta que lo que hemos hecho durante infinitos fines de semana ahora está de moda. El sábado de final de mes. Ese finde programado como salvoconducto tras una época de jarana. El “me voy al pueblo”. Y el plan détox. Ese procrastinar con tiempo se comenta que se lleva. Y ya se sabe: la tendencia no es tal hasta que no se le pone nombre. Lo llaman nesting. Que no Netflix. Aunque podría ser, porque consiste en quedarse en casa y no aburrirse dentro de sus cuatro paredes. Cosa que nunca sucede cuando das al play y aparecen las siete letras mayúsculas en rojo.
El gerundio nesting ha aparecido en este preciso momento en el que nos estamos quitando (algo). Y aunque estamos lejos de ser personas con cero ansiedad y de mente iluminada –los pros del nesting- hemos decidido retirarnos de la escena nocturna. No para siempre, agorers. Al menos hasta que vuelvan las terrazas a las calles y ya sea demasiado tarde.
Y ¿por qué? Pues porque la noche es el nuevo medio novio. Un amigobio con “b”. Con citas el segundo sábado de cada mes y el tercero. Y otras que florecen con los 24 grados de la primavera. Luego, sin querer, en la quiniela de la reconstrucción de los hechos, descubrimos que la noche engorda menos que cenar para dos. Pero qué bien nos lo hemos pasado.
Como pecadores, entonamos el mea culpa con un yo confieso en primera persona del plural. Aquí va. Soy yonki de la noche. Yonki de los amigos. Yonkarra de todo lo que ocurra cuando ya no es de día. Carne de bares. Y de casas. Y de garitos. Y de antros. Aún no nos nace programar planes diurnos para no salir durante la noche. Estamos trabajando en ello. Pero, qué pereza que me da.
El caso es que: para las voces de ultratumba que apelan que salir dos veces o tres al mes es (ojo) mucho, les digo que: lo siento tía, pero hoy no salgo. No salgo hasta el cierre, quicir.