primos la película

Si te tengo aprecio, últimamente puede que hayas notado que te llamo “primo” o “prima”. Igual es el nuevo “tronco” o “tía”. Recuerdo que cuando mis primos llegaban de Madrid al pueblo para pasar el verano entero –al menos era el timing que yo percibía- les escuchaba hablar de tronco, mis viejos, las pelas, los garitos…Era una especie de savoir faire madraca que a mí me encantaba y me hacía pensar que yo algún día hablaría así porque, en el fondo, sabía que eran una especie de proyección de futuro.

Me flipaba también cuando se convertían en mis niñeros de verano y me llevaban con ellos al bar mientras jugaban al mus o al chinchón con sus colegas. En ningún momento modificaban sus planes por llevar a todas partes a una niña de 4 años cuando ellos podrían tener 18. Dile tú ahora a un chaval de esa edad que coja un carrito y se plante en una terraza con su hermana pequeña mientras él hace las cosas que vete tú a saber que hacen ahora los chavales. Es imposible. Porque ya no es 1991 y los chavales a esa edad ya no van a los bares a echar la tarde, ni a ver el fútbol, no saben jugar al mus, no juegan al futbolín, no escuchan la radio y ni mucho menos pidas que se lleven como +1 a la familia.

Así pasé gran parte de mi infancia aprendiendo tácticas de envido a chica, coreografías de Onda Vaselina y acostumbrando el oído a las conversaciones de mayores mientras me bañaba en piscinas no municipales en grupos de gente de no menos de veinte personas donde era la niña querida. Luego, en la adolescencia dura del desapego por la familia, la comunión de afecto llegaba cuando les pedía que me invitaran en las Fiestas a un cubata en vaso de cristal porque siempre sabía mejor. Y ahora, con la destrucción del modo de vivir que ha traído la pandemia y a gustito en la treintena, los fines de semana se han convertido en una vuelta a todo eso, pero con alguna década más en el bolsillo.

No es reprochable que este escenario haya que contextualizarlo en un pueblo donde varias generaciones están obligadas a convivir porque sois cuatro gatos y, nunca mejor dicho, esos cuatro son de Madrid. Hay que enmarcarlo en un modo de vivir y sentir la amistad, ya sea en una aldea o en ciudades de cemento gris. Donde las excusas no son los hijos, ni el matrimonio ni yo es que ahora vivo en Londres y qué pereza volver a ese pueblucho. Si los tuyos te llaman y te dicen: “vente, te estamos esperando donde siempre”, hazlo aunque tengas 40 palos y te acabes de despertar de la siesta. Porque eso es lo que da envidia. Mucha. Sentir que nada ha cambiado aunque haya cambiado todo y tú tengas canas y barriga, pero el whisky con cola te sigue sentando como Dios.

Hace unos días, hablando con alguien que está sosteniendo el peso al otro lado de las fronteras autonómicas le pregunté:

-¿Te ves así en unos años?

-El problema es que no me veo de otro modo.

Sigamos siendo lo que somos. Porque somos de otra generación, -la última diría yo- pero esta es mi generación que dirían Los Rebeldes.