Son las diez de la noche y acabas de llegar a casa. Han pasado unas catorce horas desde que diste aquel portazo al salir para que él se despertara de una maldita vez. Día duro a la par que peor pagado. Desde el hacimiento en hora punta hasta la reunión al mediodía. Desde el acople del evento -en el que sólo te ha dado tiempo a tomarte un mísero mojito- hasta el fin de fiesta y sin olvidar la vuelta a casa con el rímel en los pies y hasta el moño de los tacones.
Abres la cerradura con ansia de oír el grifo de la bañera correr a borbotones, de que huela a ropa recién tendida y a salmón marinado. Borrón y cuenta nueva. Él se está duchando. El cesto de la ropa sucia está hasta los topes y no huele ni a vinagre de Módena. Al menos te ha esperado para ver el capítulo de ‘Shameless’ juntos. Con ese ritual y atesorado detalle tan vuestro, ya le has perdonado. Si después de varios años conviviendo de tú a tú has olvidado que nunca rellene el portarrollos del baño y que le chiflen las aceitunas, ¿por qué no vas a perdonárselo a ella?
A ella –como a él- también le costó ganar(te). Durante aquel año se esforzó en evidenciar todos sus innegables atributos. Las primeras tomas de contacto ganaron a la sorpresa. Pero aquel desliz con alguien que ya jugaba en otras Ligas y ya tenía cosida la estrella en el pecho, hundió en lágrimas todas las expectativas.
Poniendo césped de por medio, volvió a la carga. Había estado dos años mandándote señales. Y tú a verlas venir. Sólo cuando enterró el papel de intentona y ganó el cara a cara con la historia con un match point, todos fuimos nosotros mismos. Porque no se conquista intentando, sino siendo.
Por fin entendió que no quieres otro bolso ni la pulsera de moda de turno. Sino un simple folio en blanco y un boli para escoger un concierto antes de que el verano finalice. En los años siguientes, lo entendió todo. Una relación basada en la confianza y sellada en rojo. A la mierda la crisis de los dos años, aplaudamos que no hay dos sin tres.
Una noche sin ser verano en el calendario, te sacó a bailar. Durante noventa minutos se le olvidó que tú ya no usas carnet de baile. Os llovieron pisotones en la pista, pero se os clavaron cinco como puñales. De camino a casa, al taxista debieron de pitarle los oídos. La palestra de reproches del tú más, yo menos, tú sí o en cambio tú no, rebosó por encima de la pila de platos sin fregar. Cero feeling.
A la mañana siguiente coincidís en la cocina porque esa noche habéis hecho spooning pero del revés. Os miráis y os reís. Es la carcajada del bochorno de anoche. De la vergüenza. De no saber si reír o llorar. Sabéis que el anclaje en la rutina es un vicio que se paga muy caro. A veces, un traspié en la relación es más que bienvenido y vosotros ya le habéis invitado a comer. Os marcáis un Pharrel Williams y pasáis de fregar el desayuno como conjura. Los dos lo odiáis.
Más tarde, él te concede la potestad del mando a distancia muy a pesar de perderse el GP de Mónaco. Te mueres por una maratón dominguera de Divinity, pero hoy te toca ceder a ti. Ahora bien, el miércoles a las nueve de la noche, nada de bailes.